31 de marzo de 2009

Conferencia en Santa Marinella (Italia) para conmemorar el LXX aniversario de la elección y coronación de Pío XII




La Villa Pacelli en Santa Marinella

El profesor don Livio Spinelli, escritor y periodista italiano, divulgador de la figura de Pío XII y amigo del SIPA, ha tenido a bien enviarnos su crónica de la conferencia que tuvo lugar en la localidad tirrena de Santa Marinella (en la que Eugenio Pacelli solía veranear), el pasado 6 de marzo, para conmemorar el septuagésimo aniversario de la coronación de esta gran papa. Dicho acto fue organizado en colaboración con el SIPA, representado por nuestro delegado en Roma John P. Sonnen. Agradeciendo desde estas líneas al ilustre profesor Spinelli por su amabilidad, ofrecemos a continuación nuestra traducción de su artículo.


GAR - GRUPPO ARCHEOLOGICO ROMANO
SEZIONE DI S.MARINELLA SANTA MARINELLA


NUESTRO CONCIUDADANO EUGENIO PACELLI, EL PAPA PÍO XII
EN EL LXX ANIVERSARIO DE SU CORONACIÓN


por Livio Spinelli


Mesa presidencial de la conferencia

Con una conferencia en la Biblioteca Municipal, organizada en colaboración con la sección local del GAR (Gruppo Archeologico Romano) y con el Solidalitium Internationale Pastor Angelicus, la ciudad de Santa Marinella ha conmemorado al ilustre conciudadano Eugenio Pacelli (futuro papa Pío XII), en ocasión del 70° aniversario de su coronación, que tuvo lugar el 12 de marzo de 1939. El acto fue presidido por Mons. Giovanni Demeterca, docente del Instituto de Ciencias Religiosas Veritas in Caritate de Civitavecchia, siendo relator el profesor Livio Spinelli, autor de un ensayo histórico sobre este pontífice, el cual, desde la infancia solía transcurrir con su familia largos períodos en su villa de la Vía Aurelia, en las cercanías del actual Hospital del Niño Jesús.

Se dio comienzo mostrando la imagen de la sotana blanca de Pío XII recientemente donada a la Universidad Europea de Roma Regina Apostolorum. A continuación, se dieron a conocer algunos mensajes de felicitación provenientes de varias partes del mundo: el Dr. Alberto De Marco (autor del volumen Pio XII, editado por Pagine Luciano Lucarini) leyó uno proveniente de los Estados Unidos, enviado por Sor Margherita Marchione, docente emérita de la Farleigh University de New Jersey, autora de una veintena de libros sobre Pío XII (el último de los cuales será próximamente publicado por la Libreria Editrice Vaticana con prefacio del cardenal Tarcisio Bertone). Por su parte el Dr. John Sonnen, delegado para Italia del Solidalitium Internationale Pastor Angelicus, leyó el mensaje que el presidente de esta organización, D. Rodolfo Vargas Rubio, envió desde España.

Seguidamente, se dio paso a la conferencia, que comenzó con una intervención del vecino de Santa Marinella Guirillo Camboni, nacido en 1927, que leyó la poesía “Para no olvidar… 16 de octubre de 1943”, recientemente publicada en la revista mensual judía de información y cultura Shalom y que compuso “en memoria de sus amigos perdidos y de todos aquellos a los que amamos y no volvieron” (cuando 1022 judíos romanos fueron deportados por los nazis) y recordando a su contemporáneo y amigo de infancia A. Calò (conocido como Lupetto), uno de los pocos que pudo volver a Roma desde los campos de exterminio. Después el relator, en un itinerario del recuerdo, ilustró un soneto titulado “Santa Marinella 1887: lugar de unas vacaciones en el mar” –cuyo original formó parte de la reciente exposición sobre Pío XII en el Brazo de Carlomagno de la Columnata de Bernini– escrito por un Eugenio Pacelli adolescente y dedicado a Lucía. En algunos de sus versos se entrevé una premonición de las apariciones de Fátima, con una extraordinaria coincidencia de acontecimientos que vincularán durante toda su vida a Eugenio Pacelli y la vidente Lucía dos Santos. Recuérdese especialmente que Pacelli fue consagrado obispo el 13 de mayo de 1917, el mismo día exacto en el que Lucía tuvo la primera aparición, y que fue también –ya Papa– el primero en conocer el Tercer Secreto, que se había ordenado escribir a la vidente.

También fueron evocadas las vivencias de cuando el rey de Italia tenía una villa en Santa Marinella, hecha construir para que sirviera de lugar de convalecencia de su hija la princesa Yolanda, la cual, afectada de una grave enfermedad pulmonar, después de su estancia en la ciudad tirrena, sanó por completo. En Santa Marinella el Rey tenía por vecinos, frente por frente, a dos ilustres personajes: el cardenal Eugenio Pacelli y su hermano Francesco Pacelli, abogado consistorial, detalle que permite preguntarse si los primeros pasos hacia los Pactos Lateranenses no se dieron precisamente en estos lares, hasta el punto que en los documentos firmados por la Santa Sede y el Estado Italiano la lista de los bienes inmobiliarios hace constar la donación que el rey de Italia hizo de su villa de Santa Marinella al Hospital del Niño Jesús. También es significativo el hecho de que originalmente se previó la cesión a la Santa Sede de un puerto con zona franca (al que renunció en el último momento), que debía construirse entre Santa Marinella y Civitavecchia, en el lugar donde surge hoy el Puerto Riva di Traiano.

Se habló luego de la amistad entre Eugenio Pacelli y Guglielmo Marconi, nacida en Santa Marinella, en la villa de los marqueses Sacchetti, donde el científico conocería a su futura mujer Maria Cristina y prometió hacer construir y donar al Papa una estación de radio (la futura Radio Vaticana). Fue en nombre de esta amistad por lo que el cardenal Pacelli, secretario de Estado de Pío XI, bautizó en la Villa de los Príncipes, en Civitavecchia, a la hija del genio: la princesa Elettra Marconi.

Se recordaron asimismo las relaciones con Eugenio Pacelli de otros importantes personajes como: el cardenal Eugène Tisserant, titular de la diócesis suburbicaria de Porto y Santa Rufina (a la que pertenece Santa Marinella); el P. Lorenzo Van Den Eerembeemt, párroco de Santa Maria del Carmine y camarero secreto de Pío XII, al que muchas familias judías de Santa Marinella solían confiar la instrucción de sus hijos (tan seguros estaban de su honestidad intelectual); el senador Giulio Andreotti, autor del libro Ad Ogni Morte di Papa (en el que hace una sentida evocación de Pacelli) y del prefacio de un volumen sobre la historia de Santa Marinella escrito por el marqués Giulio Sacchetti, y los alcaldes Silvio Caratelli y Bruno Zampa, el primero de los cuales –amigo de la familia Di Veroli– hizo bautizar una calle de Santa Marinella con el nombre del adolescente Michele Di Veroli, de 13 años (uno de los mártires de las Fosas Ardeatinas junto a su padre), mientras el segundo fue durante varios decenios director de la Ciudad de los Muchachos, obra querida por Pío XII.

A continuación se rememoró al poeta de Santa Marinella Egidio Cristini, que fue jardinero de la Villa Pacelli junto con Camillo Candelori. Cristini alcanzó notoriedad participando en el popular programa del presentador Mike Bongiorno Lascia o Radoppia, en el que venció gracias a su extraordinario conocimiento de los Poemas Homéricos. Su fama saltó a nivel nacional, hasta el punto de que el mismísimo Pío XII lo invitó a una audiencia privada en Castel Gandolfo, en el curso de la cual el poeta recitó en su honor una oda que había escrito en memoria de los 320 de las fosas Ardeatinas. Se dice que el Papa se mostró tan entusiasta por el éxito de Cristini que hizo que instalaran un televisor en sus apartamentos para seguir la transmisión del programa.

La conferencia tuvo como broche de oro el conmovedor testimonio de la vecina de Santa Marinella Orienta Caccia de su encuentro con el papa Pacelli.



La más reciente publicación del Prof. Livio Spinelli



13 de marzo de 2009

En el Septuagésimo Aniversario de la coronación de Pío XII (y 2)



La procesión papal, entretanto, salió por la puerta central de la basílica al atrio e hizo el camino inverso al de entrada. A través de la Scala y la Sala Regias ganó el Aula de las Bendiciones. Allí se detuvo hasta que todos los que estaban dentro del templo se hubieron acomodado fuera, en la plaza. Las campanas volvían a repicar con gran júbilo. Los graves y profundos tañidos del campanone de San Pedro marcaban el compás de los de sus hermanas de bronce. En la Loggia de las Bendiciones –el balcón central de la fachada– se había alzado el nivel del suelo mediante un entarimado con el objeto de hacer más visible la ceremonia que de allí a pocos momentos iba a tener lugar.

Precedía al Papa el marqués Patrizi Naro di Montoro, vexillifer o portaestandarte hereditario de la Santa Iglesia, en uniforme escarlata, llevando el gonfalón (de ahí su antiguo título de confaloniere) de la Santa Sede, que recordaba las victorias de las armas cristianas en las guerras contra los infieles. El vexillifer se colocó a la derecha con el pabellón izado. El Santo Padre, revestido aún con todos los ornamentos de la misa, llevaba la mitra constelada (gemmata). En el momento en que apareció por la loggia la muchedumbre lo vitoreó con entusiasmo desbordante, ahogando las notas del himno pontificio (compuesto por Charles Gounod) y de las marchas militares que ejecutaban las bandas. Los regimientos de las guardias vaticanas y de las fuerzas de orden italianas se cuadraron militarmente. Todas las banderas se inclinaron en señal de acatamiento.

El cardenal decano Caccia-Dominioni entonó lo más alto que pudo –para hacerse oír– la antífona conveniente, que no podía ser más a propósito: “Corona aurea super caput eius” (Una corona de oro sobre su cabeza). Los cantores prosiguieron. Tras el versículo y su respuesta, el mismo purpurado cantó la oración dirigida al “Padre de los reyes” para que infundiera en el coronando lasa cualidades que deben brillar en quien ha de regir a las almas. El momento cumbre había llegado. El segundo cardenal del orden de los diáconos, Nicola Canali, quitó la mitra de la cabeza de Su Santidad mientras el cardenal protodiácono tomaba la tiara del cojín que le presentó el vestiario, monseñor Venini. Con gesto seguro la colocó sobre las augustas sienes de Pío XII al tiempo que pronunciaba las palabras rituales, pletóricas de significado y que resumen la concepción del Papado en el mejor estilo de la Edad Media:

“ACCIPE TIARAM TRIBVS CORONIS ORNATAM ET SCIAS TE ESSE PATREM PRINCIPVM, RECTOREM ORBIS IN TERRA, VICARIVM SALVATORIS NOSTRI IESV CHRISTI, CVI EST HONOR ET GLORIA IN SAECVLA SAECVLORVM” (Recibe la tiara de las tres coronas y sepas que eres el padre de los príncipes y de los reyes, rector del mundo aquí en la Tierra y Vicario de Nuestro Salvador Jesucristo, a Quien corresponde el honor y la gloria por los siglos de los siglos).



San Gregorio el Grande, Adriano I, san Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III, Bonifacio VIII… sus espíritus estarían presentes junto a los manes de los Cornelios, Catones, Julios, Augustos, Flavios, de los que fueron herederos, en esta hora de triunfo y apoteosis. El Papa ha aparecido sucesivamente tocado con la mitra y con la tiara. Precisamente Inocencio III dijo: “Mitra pro sacerdotio, corona pro regno” (la mitra es propia del poder espiritual; la tiara lo es del poder temporal). Hacía ya siglos que el Papado se había resignado a no ser ya árbitro de los potentados de este mundo y una década desde que Pío XI había renunciado definitivamente al poder temporal, conservando tan sólo el “mínimo indispensable” para asegurar la independencia de la Iglesia en orden a su misión espiritual. Pero si los hechos habían impuesto su razón incontestable, la coronación del nuevo Romano Pontífice era un recordatorio del irrenunciable derecho público de la Iglesia. Si el Papa ya no era rey sí podía amonestar a los soberanos: “Et nunc reges intelligite! Erudimini qui iudicatis terram!” (Ps II). Lo malo es que eran tiempos –y se avecinaban terribles– en los que los dirigentes de las naciones hacían oídos sordos.

El Papa recién coronado parecía más romano que nunca, con su perfil aquilino, su aristocrático continente y la serena grandeza que se desprendía de su persona. Había llegado el momento de concluir los ritos de la coronación mediante la bendición Urbi et orbi. Extendió sus brazos y los elevó en un gesto que iba a ser característico en él: como recogiendo todas las necesidades de sus hijos y de toda la humanidad para presentarlos a Dios, a quien dirigía la mirada extática. Uniendo sus manos en lo alto y juntándolas sobre su pecho, trazó tres signos de la cruz en distintas direcciones, repartiendo las gracias que la Santísima Trinidad se dignara conceder a través de su representante en la Tierra. No pudieron verse entonces los estilizados dedos de Pacelli, finísimos y largos, ni lo diáfano de sus blancas manos, por estar éstas cubiertas por las quirotecas. Pero el Papa marcó ya su estilo inconfundible de Pastor Angelicus. De hecho, así lo llamaría, contagiado por el entusiasmo popular, el cardenal Caccia-Dominioni, en cuanto los cortinajes de la loggia hurtaron a Pío XII de la vista de un gentío exultante.

En el Aula de los Paramentos, donde Pacelli procedió a despojarse de sus galas litúrgicas, el protodiácono siguió una tradición que remontaba a Benedicto XIV (cuyo nombre de pila era Próspero). Se dirigió al Santo Padre con las palabras del salmo 44: “Prospere procede et regna” (Avanza prósperamente y reina). Al papa Lambertini, que era un espíritu ameno y divertido, le había gustado la ocurrencia del cardenal Albani en 1740, la que hizo fortuna y se fue repitiendo a cada elección. También le formuló el voto de que viera “annos Beati Petri” (los años de Pedro), augurándole de esta manera un reinado largo, pues es sabido que los años que el primer papa dirigió la comunidad de Roma fueron veinticinco (del 42 al 67, pues antes estuvo en Antioquía). Sólo tres pontífices habían llegado a superar el cuarto de siglo sobre el sacro solio: Benedicto XIII o Pedro de Luna (28 años), el beato Pío IX (31 años) y León XIII (25 años). Pío XII era relativamente joven, pues tenía 63 años. Su salud había sido algo endeble, pero había sabido siempre sobreponerse a sus molestias haciendo despliegue de una gran voluntad. Tendría, sin embargo, que llegar a los 88 años para ver los años de Pedro.

Ahora sí, pasados los fastos con los que quedaba inaugurado oficialmente su pontificado, comenzaba para Pío XII la rutina diaria. Como era un hombre habituado al trabajo no le costó hacerse a ella, pero pensaría con un tanto de melancolía en el viaje a Suiza que había planeado para después del cónclave y que su elección como papa había cancelado definitivamente. Para Eugenio Pacelli en lo sucesivo ya no habría vida privada en el sentido de poder solazarse con períodos de sano ocio vacacional. La solicitud universal por las almas no le iba a dar tregua.


(Tomado y adaptado del libro del Rev. Dr. D. José Apeles Santolaria de Puey y Cruells El Papa ha muerto ¡Viva el Papa!, publicado por Áltera con prólogo del Eminentísimo Cardenal Alfons María Stickler, bibliotecario y archivero emérito de la Santa Iglesia Romana).



DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII CON EL CUAL ANUNCIA
EL LEMA ESCOGIDO COMO DIVISA DEL SAGRADO MANDATO

Domingo, 12 de marzo de 1939

QUAE venerandus ac Nobis carissimus Cardinalis Decanus verba fecit, tam vehementer suaviterque Nos tangunt, ut immortales grates eidem ceterisque omnibus e Sacro Collegio referamus, qui propius Nobis adsunt, devotam eorum pietatem fidelitatemque paterno rependentes animo.

Per vos, Venerabiles Fratres ac Dilecti Filii Nostri, post obitum desideratissimi ac perpetuae recordationis Decessoris Nostri, Providentissimus Deus, arcano suo consilio, Nos, etsi invitos necopinantes, ad eiusmodi dignitatis auctoritatisque fastigium extulit, cuius ardua celsitudo, singularis ratio gravissimumque officium quemlibet hominem, nedum Nos, contremiscere iubeant.

Quapropter non nostris meritis viribusque subnixi, sed Dei gratia confisi, ad potentissimum sapientissimumque Eitxs nutum frontem reclinamus Nostram. Atque ad eum convertentes oculos qui est «Pater luminum et Deus totius consolationis», itemque illius tutela freti, quae Benesuadens Virgo Conclavis Patrona exstitit, petrianae navis gubernaculo admovemus manus, ut eam per tot fluctus et procellas ad pacis portum dirigamus.

Summi Pontificatus munus, per saeculorum decursum, non alio spectat, nisi ut veritati famuletur; veritati dicimus, quae integra ac germana sit, nullis obscurationibus obumbrata, nullisque obnoxia infirmitatibus, at numquam seiuncta a Iesu Christi cantate. In omnem siquidem Pontificatum, ac praesertim in hunc Nostrum, quem suas partes explere oportet pro hominum consortione tot discidiis ac conflictationibus laborante, illud S. Pauli Apostoli, veluti sacrum mandatum, dominari opus est: «Veritatem facientes in caritate» (1).

Vestram igitur operam, Venerabiles Fratres ac Dilecti Filii Nostri, vestramque alacritatem advocamus; qua adiuti, amplissimum hoc munus, quod hodie sollemni ritu auspicati sumus, ad peculiare hoc Apostoli gentium mandatum conformare totum valeamus, et caelestia ea dona, quae munus idem quodammodo continet, universo hominum generi impertire. Officii Nostri magnitudinem gravitatemque probe noscentes, neque spem exspectationemque ignorantes, quam in Beati Petri Solio ii non modo collocant, qui fide caritateque arctissime Nobiscum coniunguntur, sed seiuncti etiam non pauci a Nobis fratres atque universa propemodum hominum familia conciliandae paci inhians, hac hora, dum Pontificalis Diadematis maiestas atque onus fronti Nostrae imponitur, vos compellamus omnes, Senatus Noster, vosque, intimi consiliarii Nostri, adhortamur, S. Ioannis Chrysostomi mutuantes verba: «Vos laborem cognoscentes, cooperamini precibus, sollicitudine, alacritate, amicitia, ut nos vestra gloriatio, et vos nostra sitis» (2).

Firma eiusmodi fiducia erecti, tum venerando Cardinali Decano, mentis animique vestri interpreti disertissimo, tum unicuique vestrum effusa benevolentia gratissimaque voluntate Apostolicam Benedictionem impertimus.
______________

(1) Eph., IV, 15.
(2) Hom. XXIX in Ep. ad Romanos, n. 5.

Copyright © Libreria Editrice Vaticana


12 de marzo de 2009

En el Septuagésimo Aniversario de la coronación de Pío XII (1)



Tres días antes de la fecha fijada para la solemne coronación, monseñor Carlo Respighi, prefecto de las Ceremonias Pontificias, envió la llamada intimatio, citando a las 8 de la mañana (saltem hora octava) del 12 de marzo de 1939 a todos los dignatarios y componentes de la corte pontificia (capilla y familia) y a los ministros que debían servir en la gran ceremonia para que se encontraran en el Aula de las Congregaciones. En el mismo escrito se precisaba minuciosamente la indumentaria de cada dignidad y grado, el orden del cortejo que debía acompañar al Santo Padre, la colocación en el recinto de la Basílica y un resumen de las distintas partes de la celebración. Cada uno de los asistentes debía hacerse al menos una cierta “composición de lugar” de la parte que tomaría en ella, aunque el ordenamiento y la sincronización –labor verdaderamente prodigiosa– corriera a cargo de los maestros de ceremonias, en quienes no se sabría si admirar más el exacto sentido “coreográfico” o la paciencia que tenían que desplegar (ya que no se podía contar siempre con la docilidad y destreza de los concurrentes ni mucho menos).

Así pues, el día y hora señalados, los señores cardenales de la Santa Iglesia Romana se presentaron en el lugar establecido revestidos de su púrpura, con calzado y birrete escarlata. Una vez reunidos, dejaron sus respectivas mucetas y manteletas para ponerse los roquetes blancos de encaje y las capas magnas de seda rojas con el armiño de su condición principesca. Sus secretarios, que hacían de caudatarios, vestían de violeta. Los camareros de honor, los clérigos de la Reverenda Cámara Apostólica, los camareros secretos de capa y espada participantes y demás cubicularios, los votantes del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica y los auditores de la Sacra Rota se revistieron con pluviales también rojos (pues rojo es el color del Papa). Patriarcas, metropolitanos, arzobispos y obispos iban en hábito de coro con sus sotanas y capas violetas. Los abades y los superiores generales de las órdenes y congregaciones mayores llevaban sus respectivos hábitos, que formaban un caleidoscopio de lo más variopinto.

En la Basílica Vaticana los sampietrini habían dispuesto impecablemente el escenario donde iba a tener lugar la representación más esplendorosa del mundo. Más de un problema técnico habían tenido que resolver para poder disponer estrados y tribunas en el crucero, junto a las pilastras centrales y en el ábside, en alto y en bajo, destinadas a acoger una nutrida y heterogénea asistencia, para la que no daban abasto los asientos a lo largo de la nave central. Hubo que hacer retroceder los órganos monumentales a fin de ganar espacio para colocar cuatro nuevas tribunas. La Radio y la Prensa tenían las suyas. Era la primera vez que se acondicionaba en San Pedro un lugar especial destinado a los corresponsales venidos de todas partes del mundo para cubrir un acontecimiento único en su género.

En el fondo del ábside, bajo la Gloria de Bernini, se había instalado un trono recubierto de plata: la cátedra papal. A sus lados se situaban los bancos destinados a los arzobispos y obispos asistentes al solio; en el centro del ábside, los de los cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos no asistentes al solio, abades de las órdenes monásticas, protonotarios apostólicos y superiores generales de los religiosos. A derecha e izquierda del ábside hallábanse las tribunas reservadas a los soberanos y jefes de Estado, cuerpo diplomático y al Gran Maestre, comendadores y caballeros de la soberana Militar Orden de Malta, y a la nobleza y el patriciado romanos. El servicio de honor de las mismas correspondía a los camareros honorarios y secretos de capa y espada. En la pilastra de Santa Elena estaba ubicada la tribuna del coro de la Capilla Sixtina y frente a ella la del coro de la Capilla Julia. Bajo esta última estaba el estrado reservado a los parientes del Papa: los Pacelli. Los demás invitados y delegaciones se repartían por el resto de las tribunas y asientos.

A la luz de los potentes focos, todo el grandioso templo refulgía con el oro y el granate de los damascos y terciopelos con que se habían recubierto palcos, tribunas y columnas y con el reflejo de lámparas, candelabros y dorados estucos. Exquisitos tapice seicentescos colgaban de los muros. Destacaban sobre la puerta central los de Alejandro VII, que flanqueaban el que llevaba las armas del nuevo papa (tejido rápidamente para la ocasión). Encima de la mensa del altar papal habían sido colocados el crucifijo y los candelabros de plata maciza cincelados por Benevenuto Cellini en el siglo XVI, joyas sin igual del arte de la orfebrería. Por delante cubría el altar un suntuoso antipendio o frontal de Clemente VIII. También había varios soportes para colocar las distintas mitras que durante la ceremonia usaría el Santo Padre. La Confesión se hallaba engalanada con una auténtica selva de coronas y guirnaldas de flores y entrelazados vegetales. Las más ricas alfombras cubrían la predela y las gradas del altar. Todos los utensilios litúrgicos estaban preparados sobre una credencia, de acuerdo con las claras prescripciones del uso romano codificadas por monseñor Menghini, especialista en la materia pocos años antes.

A las 8 y media de la mañana, mientras todas las campanas de Roma repicaban jubilosamente, ya se hallaba pronto el cortejo papal para la solemne marcha. El Santo Padre Pío XII llegó desde sus estancias al aula de los Paramentos, donde se revistió con la falda, la estola y el manto con broche de pedrería. Ceñida la mitra, ascendió a la silla gestatoria, que alzaron los sediarios vestidos con la palandra escarlata. A una señal de monseñor Respighi se puso en movimiento la imponente comitiva, que descendió como una cascada de fábula por la Scala Regia. Una rutilante sucesión de cascos del Renacimiento, corazas y armaduras, yelmos con sus crines y penachos, espadones y morriones, espadas, picas y alabardas, áureas presillas y cartucheras, galones, charreteras y cordones trenzados de oro y plata se combinaba con la de irisadas túnicas rojas, golillas, negras casacas fileteadas de amaranto, encajes, calzas y charoles. Difícilmente podría imaginarse un cuadro con más variedad plástica.

Precedían un ceremoniero, los procuradores de los distintos colegios que conformaban la antigua corte pontificia y dos alabarderos de la Guardia Suiza. A continuación, y por su orden, venían todos y cada uno de los componentes de la capilla y de la familia pontificias, entre los cuales destacaban: monseñor Diego Venini, vestiario, llevando sobre un cojín la tiara papal; los capellanes comunes, portadores de las mitras pretiosae (recamadas e incrustadas con pedrería); los capellanes secretos, portadores de las otras mitras; los cantores de la capilla pontificia con su maestro director perpetuo monseñor Lorenzo Perosi; el decano del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, con el turíbulo humeante; un auditor de la Sacra Rota revestido con tunicela en calidad de crucífero papal y rodeado de siete votantes de la Signatura como ceroferarios; un prelado auditor de la Rota que haría de subdiácono de rito latino y el subdiácono y diácono de rito griego; el Sacro Colegio de cardenales, cada uno con su respectivo caudatario. Todos ellos precedían al Papa, que era llevado sobre la silla gestatoria, entre los flabelos de pluma de avestruz y rodeado de un destacamento de la Guardia Noble, los maceros y otro destacamento de la Guardia Suiza. Cerraban la procesión otros dignatarios y un regimiento de la Guardia Suiza.


Tras atravesar el Portón de Bronce (acceso oficial al Palacio Apostólico) el cortejo siguió hacia la plaza y en un cierto lugar hizo un recodo hacia la derecha dirigiéndose por en medio de una muchedumbre exultante hacia la basílica. Al llegar al pórtico, todos los miembros del séquito papal se acomodaron cerca de la estatua de Constantino, en el extremo derecho del peristilo. La cruz papal de detuvo y dejó pasar al resto. Descendió Pío XII de la silla gestatoria mientras las trompetas de plata anunciaban su llegada. Salió a recibirle el capítulo y el clero de San Pedro (recuérdese que Pacelli había sido su arcipreste). El coro de la Capilla Julia entonó el Tu es Petrus mientras el Santo Padre iba a sentarse en un trono erigido junto a la Puerta Santa para recibir una nueva adoratio, que se verifica delante de los invitados de nota (que se hallan en tribunas levantadas en el brazo de Carlomagno). Acabado este acto de homenaje, vuelve el pontífice a la silla gestatoria y vuelve a organizarse la procesión, que entra en el templo después de haberlo hecho los invitados. Los cardenales, seguidos de sus caudatarios se detuvieron en la capilla de San Gregorio mientras el Papa efectuaba su ingreso en San Pedro al son de trompetas. Llevado a la capilla del Sacramento, se puso a orar ente la sagrada custodia con la hostia consagrada. De aquí pasó a la capilla de San Gregorio, donde recibió la adoratio esta vez del Sacro Colegio, después de lo cual se levantó, entonando el versículo para dar comienzo a la hora canónica de Tercia, cantada por el cabildo secundado por los coros. Durante el oficio, Pacelli llevó a cabo, ayudado por sus familiares, el laborioso ritual de revestirse para la misa papal.

Una vez ceñida una de las mitras preciosas, volvió el Papa a subir en la silla gestatoria para ir a celebrar. La procesión estaba compuesta ahora por los ministrantes del altar, cuyos paramentos constelados de pedrería disparaban los reflejos de luz en todas direcciones. La dirigía hacia el ábside de la basílica el cardenal protodiácono Caccia-Dominioni blandiendo la férula, largo bastón rojo guarnecido de plata. Frente a él caminaba un ceremoniero llevando una caña de plata, en cuyos extremo había unas vedejas de estopa. Por tres veces se detuvo, prendió fuego a la estopa y levantó la caña mostrándola al Papa mientras cantaba: “Pater Sancte: sic transit gloria mundi!” (Santo Padre: ¡así pasa la gloria del mundo!). Esta advertencia hecha tan gráficamente en medio de la pompa extraordinaria e insuperable del momento no podía dejar de ser estremecedora por lo contratante y fuera de lugar. De un golpe se pasaba del Gloria y los hosanna al Miserere y Dies irae. Pareciera que con este rito la Iglesia hubiera querido reunir todo lo que provoca la ambición en este mundo, todo lo que hace la grandeza de los mortales, para soplar sobre ello y enseñar que, al fin y al cabo, no es nada.

Al pasar el Papa por la cuadratura del ábside, abandonó la silla gestatoria y, mientras se retiraban los servidores y los flabelos eran colocados a ambos lados del trono, se encontró en la predela del altar con los tres últimos cardenales del orden de los presbíteros, a los que dio el abrazo de la paz. Retirada que le fue la mitra, dio comienzo a la misa, que, por ser la de coronación, tenía un ritual especial. Después de la absolución al pie del altar, tres de los cardenales-obispos subieron a él con el Papa y pronunciaron sucesivamente tres oraciones, encomendándolo a Dios. El cardenal protodiácono le impuso entonces el palio (símbolo de su autoridad sacerdotal como metropolitano de la provincia Romana), que fue fijado al fanón por el subdiácono apostólico. Pío XII se sentó después sobre el trono y recibió de toda la Jerarquía presnte una última adoratio, acabada la cual se levantó para dar inicio a la misa de los catecúmenos. Tras la colecta in die coronationis Papae, el cardenal Caccia-Dominioni descendió, acompañado de varios dignatarios de la corte pontificia, junto al sepulcro de San Pedro y comenzó las hermosas Letanías de los Santos. El coro invocó: “Domino nostro Pio a Deo decreto, Summo Pontificia c universali Papae, vita!” (A nuestro Señor Pío, instituido por Dios, al Sumo Pontífice y Papa universal ¡larga vida!). Después de lo cual, se continuó la misa, como de costumbre, con el canto sucesivo de la epístola y del evangelio en griego y en latín, respectivamente por los subdiáconos y diáconos de ambos ritos.

La misa prosiguió con el ofertorio y el canon, entre los cuales, los coros iban ejecutando las obras maestras de la polifonía romana. A la elevación de la hostia y el cáliz, las trompetas de plata atacan la majestuosa marcha de Baini para saludar al Rey de la Gloria, transubstanciado entre las manos de su vicario en la Tierra. Después de un estruendoso amén que rubrica lleno de fe la elevación menor, entonó el Papa y cantó solo todo el Pater noster, como queriendo, a imitación de Jesucristo, enseñar a orar a sus hijos. Mientras el coro cantaba el Agnus Dei, se preparó para la comunión, que hizo al pie del trono, de rodillas. Era privativo del Romano Pontífice sumir el sanguis sorbiéndolo a través de una cánula de plata. Finalizadas las abluciones, la misa entró en su recta final. La antífona de comunión interpretada por los músicos, insistía en la idea dominante del día: “Tu es Petrus”. El Papa cantó la postcomunión, dio la bendición y recitó el prólogo de San Juan, tras lo cual subió una vez más a la silla gestatoria, que lo esperaba.

Aquí tuvo lugar una curiosa ceremonia. El cardenal arcipreste de San Pedro se aproximó acompañado del deán del capítulo y de otro de los canónigos, y ofreció a Pío XII una faltriquera de seda blanca recamada en oro y conteniendo 25 julios (antigua moneda papal), al tiempo que decía: “Beatissime Pater, Capitulum et Canonici hujus Sacrosanctae Basilicae Sanctitati Vestrae offerunt consuetum presbyterium pro missa bene cantata”. ¡Se trataba del estipendio por haber cantado bien la misa! Al fin y al cabo, el Papa había ejercido su oficio sacerdotal y tenía derecho, en palabras de San Pablo, a “vivir del altar”. Recibida la faltriquera, la pasó al cardenal protodiácono, quien a su vez la dio a guardar a su caudatario. El Pontífice debía ser llevado ahora a donde iba a tener lugar la coronación: en la loggia central exterior de San Pedro. Las trompetas de plata tocaron esta vez la marcha de Longhi y todo el público que se hallaba en la basílica fue saliendo, en orden inverso al que entraron, a la plaza enmarcada por la grandiosa columnata de Bernini, donde ya esperaba el pueblo romano y todos los que habían venido desde fuera de la Ciudad Eterna para presenciar un acontecimiento que iba a ser para muchos único en sus vidas.



(Tomado y adaptado del libro del Rev. Dr. D. José Apeles Santolaria de Puey y Cruells El Papa ha muerto ¡Viva el Papa!, publicado por Ediciones Áltera con prólogo del Eminentísimo Cardenal Alfons María Stickler, bibliotecario y archivero emérito de la Santa Iglesia Romana).



9 de marzo de 2009

Misa Pontifical por Pío XII suspendida




SODALITIVM INTERNATIONALE PASTOR ANGELICVS
Comitatus pro commemoratione septuagesimale (1939-2009)


SIPA 001/09

COMUNICADO

1. En octubre del pasado año 2008 estaba prevista, como se sabe, la celebración de una misa pontifical en la Capilla Paulina de la basílica romana de Santa María la Mayor, en ocasión del Cincuentenario del pío tránsito de Pío XII. Este sacro rito fue diferido al mes de marzo de 2009 coincidiendo con el 70º aniversario de la elección y coronación del papa Pacelli, según se dio a conocer en el comunicado correspondiente del SIPA, de fecha 4 de octubre de 2008, al cual remitimos.

2. Estando ya en los días en los que se cumple la segunda de las efemérides pacellianas (2-12 de marzo) lamentamos tener que informar que, por causas que trascienden nuestro control, la celebración prevista no podrá llevarse a cabo. Se han dado todos los pasos necesarios para que ésta fuera posible, pero desgraciadamente sin éxito. No obstante, queremos hacer constar nuestra gratitud hacia los responsables de la Sacristía de la basílica romana de Santa María la Mayor, que accedieron amablemente a poner la Capilla Paulina (Borghese) a nuestra disposición para la ocasión.

3. Dado que numerosas personas interesadas en asistir a la Misa por Pío XII se han puesto en contacto con el SIPA para averiguar cuándo exactamente debía tener efecto, hemos creído oportuno publicar el presente comunicado, a través del cual, asimismo, presentamos a todos nuestras más sinceras disculpas por la expectativa creada y no satisfecha. Les agradecemos su comprensión y su paciencia y esperamos poder anunciar y llevar a cabo en este año algún homenaje al gran papa Pacelli.

4. Aprovechamos para pedir a sus devotos lo recuerden especialmente este próximo jueves 12 de marzo, en el día en que se cumplen 70 años de su coronación, con algún acto de personal devoción.


† Barcelona, 9 de marzo de 2009.
Año Pacelliano


Rodolfo Vargas Rubio
SIPA Praeses

5 de marzo de 2009

Descubierto documento que prueba la acción benéfica de Pío XII a favor de los judíos



Reproducimos la noticia que ayer se daba en Italia –y publicó en España La Vanguardia– sobre el descubrimiento de una anotación en el diario doméstico de un convento de monjas romano, que hace referencia a algo que ya se sabía por testimonios orales: que Pío XII había dado instrucciones para que las casas religiosas acogieran en la relativa seguridad de sus muros a los perseguidos por los nazis durante la ocupación alemana de Roma. Como se sabe, muchos monasterios, conventos y residencias de órdenes y congregaciones abrieron sus puertas a los proscritos, muchas veces con grave peligro para sus habituales moradores. Recordemos que sor Margherita Marchione, gran defensora de la memoria de Pío XII, ha dicho en más de una ocasión que su entrega a esta causa tuvo su origen en el testimonio de sus hermanas de hábito, las hermanas Maestre Pie Filippini, las cuales le contaron cómo lograron salvar a decenas de judíos en las casas romanas del instituto. El asunto ha sido incluso tema cinematográfico: ya hicimos referencia a la película Conspiracy of Hearts (Las Conspiradoras) de 1960. Ahora ya tenemos una confirmación incontestable de la parte que cupo al gran papa Pacelli, a cuya acción directa e indirecta debieron el salvar sus vidas muchísimos hijos del pueblo de Israel.

Ciudad del Vaticano, miércoles 4 de marzo.- Pío XII ayudó a los judíos durante la persecución nazi. La conducta del discutido Papa emerge de un nuevo documento escrito extraído del Memorial de las Religiosas Agustinas del Monasterio de los Cuatro Santos Coronados: “El Santo Padre quiere salvar a sus hijos; también a los judíos, y ordena que en los monasterios se dé hospitalidad a estos perseguidos”. La anotación, fechada en noviembre de 1943, trae la lista de 24 personas, acogidas en el monasterio en adhesión –hay que subrayarlo– al deseo del Sumo Pontífice.

«Un precioso testimonio», ha comentado a Radio Vaticano, en entrevista concedida a Roberta Gisotti, el padre Peter Gumpel, jesuita e historiador acreditado, relator de la causa de beatificación de Pío XII. «Se trata de un documento que yo mismo he obtenido de las religiosas agustinas, un documento escrito: por eso es importante. No es el único testimonio que tenemos sobre el asunto. Existen numerosas declaraciones orales, no sólo de religiosas y sacerdotes, sino también de otras personas, pero faltan a menudo testimonios contemporáneos escritos y esto ha dado pie a algunos –que continúan atacando a Pío XII– para argüir que no hay documentos que prueben que el Papa haya hecho algo durante la redada de judíos que tuvo lugar el 16 de octubre de 1943 [en el Ghetto de Roma], lo cual es una completa falsedad. Lo cierto (y se debe insistir en ello) es que en tiempos de persecución y en circunstancias como las que entonces se vivían en Roma, una persona prudente no ponía muchas cosas por escrito pues había el peligro de que los papeles cayeran en manos de los enemigos y éstos adoptaran medidas todavía más hostiles contra la Iglesia Católica. La obra de salvamento de Pío XII –atestiguada, por otra parte, también por muchas fuentes judías– se desarrolló a través de mensajeros personales, sacerdotes, que eran enviados a las diversas instituciones y casas católicas aquí, en Roma (universidades, seminarios, parroquias, conventos de monjas, casas de religiosos), siempre con el mensaje: “Abrid vuestras puertas a todos los perseguidos por los nazis”, lo que valía, en primer lugar naturalmente, para los judíos».

«Existen dos documentos escritos. Uno fue enviado al obispo de Asís, monseñor Nicolini, el cual lo hizo ver a su colaborador el reverendo Brugnazzi: ambos fueron más tarde reconocidos por el Yad Vashem como “justos entre las naciones”. Aquí, en Roma, tenemos ahora el documento que aporta la crónica de las religiosas agustinas de clausura. Repito: es una ulterior confirmación que puede ser útil frente a aquellos que persistentemente quieren denigrar a Pío XII y, con ello, atacar a la Iglesia Católica».

¿Un documento, pues, que contribuirá a hacer avanzar la causa del papa Pacelli? El padre Gumpel se muestra optimista: «¡Espero que sí! El último veredicto que ha tenido la causa de beatificación de Pío XII ha tenido lugar el 9 de mayo de 2007, cuando los trece prelados –entre cardenales y obispos– que conforman el más alto tribunal de la Congregación para las Causas de los Santos se pronunciaron unánimemente a favor de la declaración de heroicidad de virtudes de este pontífice. Al día de hoy estamos a la espera de la firma del decreto por parte de Su Santidad».

Fuentes: AP y ASCA


3 de marzo de 2009

Habemus Papam! A 70 años de la elección de Pío XII (y 3)


Mientras en todo el mundo la prensa difundía la nueva de la elección de Pío XII, en el Palacio Apostólico se vivía el período de euforia que implica todo comienzo de reinado. Antes de que los engranajes de la Curia Romana volvieran a rodar según su habitual rutina (pulida por una práctica plurisecular) pasarían unos días de ajuste a la nueva situación. En realidad, hasta después de la coronación del nuevo pontífice no se podía decir que la vida discurría normalmente en el Vaticano. Pacelli era ya bien conocido tras nueve años en el vértice del poder al lado de Pío XI como su secretario de Estado. Además, tenía otros cargos que lo hacían una figura habitual y familiar en el entorno vaticano, como el de arcipreste de la Basílica Vaticana y prefecto de la Reverenda Fábrica de San Pedro. A fuer de buen “romano di Roma”, por otra parte, poseía lo que los italianos llaman una perfecta dimestichezza del mundo social tan característico de la Ciudad Eterna y de la corte papal: sabía moverse en ellos como pez en el agua. A pesar de todo esto, sin embargo, había que ver cómo iba a ser como papa. Cada nueva elección, en efecto, reserva sus sorpresas.

El 3 de marzo debía tener lugar la tercera adoratio, a la hora señalada por el Pontífice (según rezaba el Ordo Conclavis). A las 11 de la mañana, Pío XII salió de sus aposentos y se encontró con algunos grupos que esperaban en la antecámara para presentarle sus parabienes: se trataba de algunos destacados personajes de la corte pontifica, que tenían acceso más directo al Papa; del conde Giuseppe Dalla Torre, director de L’Osservatore Romano, que acudía acompañado de sus redactores, y de profesores y alumnos del Almo Collegio Capranica, el prestigioso seminario donde Eugenio Pacelli había residido una temporada mientras se preparaba al sacerdocio. Habiendo sido cumplimentado, Pío se dirigió hacia la Capilla Sixtina, siguiendo el mismo itinerario de los ritos del cónclave: se revistió en el Aula de los Paramentos, donde le esperaba el cortejo que debía acompañarle, esta vez ya no como camarlengo sino como Sumo Pontífice. Los ceremonieros le ayudaron con los complicados ornamentos privativos de su altísima dignidad: la falda (vestimenta de seda blanca cogida al alba con agujas de plata para darle vuelo y dotada con cola), el manto (pluvial largo de color rojo) y la mitra alta con franja de oro.


El séquito se puso en marcha y enrumbó por las Salas Ducal y Regia hacia la Sixtina, donde ya esperaba un nutrido grupo de patriarcas, arzobispos, obispos y demás prelados que formaban parte de la corte pontificia. Éstos se hallaban detrás de la cancela, mientras los cardenales, esta vez revestidos de la púrpura y con capa magna (por haber cesado el luto por Pío XI), ocupaban los mismos puestos que habían tenido durante el cónclave. Todavía podían verse los doseles abatidos sobre los sitiales de Sus Eminencias, mientras el del papa electo aún se mantenía levantado. Pío XII hizo su ingreso al son del Tu es Petrus del maestro Perosi, ejecutado por la capilla pontificia. El Santo Padre, sentado en su trono colocado en la predela del altar, fue recibiendo el homenaje de los príncipes de la Iglesia, que se iban acercando uno a uno con sus respectivos caudatarios, bajo la dirección de ocho ceremonieros. Mientras tanto, resonaba el Tedeum de Baini, a cuyo término, el cardenal decano Granito Pignatelli di Belmonte entonó el oremus de acción de gracias.

El Papa, entonces, pronunció el primer discurso de su pontificado, que comenzaba con las palabras Dum gravissimum y fue radiado al mundo entero. El tema dominante era la paz, una paz que se había vuelto precaria y de la cual se hacía heraldo y abogado el nuevo pontífice, que no en vano la llevaba impresa en su apellido, como una especial vocación: Pacelli, Pax coeli, la paz del cielo, la paz de Dios, la única verdadera paz. Pío XII, en efecto, hacía un llamado, una invitación a “esa paz, don sublime de Dios, que es deseo de todas las almas sabias y fruto de la caridad y de la justicia (…); a la paz de las conciencias, tranquilas en la amistad de Dios; a paz de las familias, unidas y armonizadas por el santo amor de Jesucristo; a la paz entre las Naciones a través de la ayuda fraternal recíproca; a la paz, en fin, y a la concordia que deben ser instauradas entre las Naciones, a fin de que los diferentes pueblos, con admirable colaboración y cordial entendimiento, puedan llegar a la felicidad de la gran familia humana, con el apoyo y la protección de Dios”.


Pero Pío XII no se engañaba sobre lo delicado del momento y la precariedad de la paz: “En estas horas temblorosas, mientras tantas dificultades parecen oponerse a la consecución de la verdadera paz, que es la aspiración más profunda de todos, Nos elevamos suplicantes a Dios una especial plegaria por todos aquellos a quienes incumbe el altísimo honor y el peso gravísimo de guiar a los pueblos por el camino de la prosperidad y del progreso civil”. Es ésta la primera admonición a los grandes de este mundo, cuya locura y cuya sordera a las palabras de quien se dirige a ellos “inerme pero confiado”, conducirán desgraciadamente, de allí a pocos meses, al estallido de la tan temida conflagración, presagiada por “la visión de los males inmensos que afligen a los hombres” que se presentaba a los ojos del Vicario de Cristo.

La elección de Pío XII fue recibida, por lo general, con gran satisfacción en el ámbito internacional, a juzgar por las reacciones de la prensa mundial. Las manifestaciones de simpatía, de respeto y de complacencia hacia el nuevo papa provenían de todas partes del mundo civilizado. L’Osservatore Romano no tuvo tregua en varios días para poder reproducir los pasajes más significativos de los recortes de prensa. Como es natural, hubo un silencio sepulcral de parte de la Unión Soviética, lo cual era lógico por otra parte. Los periódicos italianos no mostraron el menor entusiasmo y se limitaron a hacerse eco indiferente de la noticia (que sin embargo les atañía de cerca). Los medios alemanes se mostraron fríamente circunspectos, pero ciertos voceros del nacionalsocialismo no ocultaron su disgusto. Así, por ejemplo, el Berliner Morgenpost del 3 de marzo decía: “la elección del Cardenal Pacelli no ha sido bien recibida por Alemania, pues él siempre se ha opuesto al nazismo”. Esto fue corroborado por La Correspondance Internationale, semanario oficial de la Internacional comunista, que dedicó al nuevo papa –al que califica de “persona non grata a los nazifascismos” – un artículo en el cual se lee: “llamando como sucesor a quien se había opuesto con resistencia enérgica a las concepciones totalitarias fascistas que tienden a eliminar a la Iglesia Católica, el colaborador más estrecho de Pío XI, los cardenales han hecho un gesto significativo, al poner a la cabeza de la Iglesia a un representante del movimiento católico de resistencia”.

En los días siguientes, el Papa se dedicó a recibir en audiencia a los cardenales, especialmente a aquellos que no residían en Roma y de ahí a poco (después de la coronación) se marcharían. Particular atención le merecieron los alemanes, debido a la delicada situación de la Iglesia en el Reich y a la amistad que le unía al antiguo nuncio apostólico en Alemania a los purpurados de aquel país, en particular Bertram y Faulhaber. Aprovechando su presencia, se quiso asesorar con ellos para poner a punto la notificación de rigor que debía enviar a Hitler, como a todo jefe de Estado, comunicándole su elección. Gracias a la labor de los jesuitas que trabajaron en la compilación de la monumental obra Actes et documents du Saint Siège rélatifs à la Seconde Guerre Mondiale, disponemos del protocolo verbal de la reunión que tuvo lugar el 9 de marzo de 1939, en la que Pío XII discutió sobre el tema con los cardenales germanos. Se aprecia en él el tacto exquisito desplegado para evitar aparecer cordial con el Führer, sin por ello dar pie a susceptibilidades que podrían haber causado más dificultades a la Iglesia en Alemania. El diálogo del Santo Padre con los purpurados es muy significativo y en él, por supuesto, no hay ni sombra de simpatía hacia el régimen nazi. Lo publicamos como colofón a esta serie que hemos dedicado al septuagésimo aniversario de la elección del gran papa Pacelli.

Cardenales Schulte, Innitzer, Faulhaber y Bertram


Proceso verbal de la segunda conferencia del papa Pío XII
y los Obispos alemanes (9 de marzo de 1939)

SANTO PADRE: En 1878 León XIII, al comienzo de su pontificado, envió un mensaje de paz a Alemania. En mi modesta persona, me gustaría hacer algo parecido. [A continuación, el Papa lee el borrador de la carta a Hitler en latín] ¿Es correcta? ¿Necesita algún cambio o ampliación? Agradecería infinitamente el consejo de Vuestras Eminencias.
CARDENAL BERTRAM: No me parece que haya nada que añadir.
CARDENAL FAULHABER: En una carta de este tipo no se puede expresar ningún deseo concreto. Sólo una bendición. Pero tengo una duda. ¿Debe ir redactada en latín? El Führer es muy susceptible con respecto de las lenguas extranjeras. No creo que desee recurrir a los teólogos para que se la expliquen.
CARDENAL SCHULTE: Por lo que se refiere a su contenido me parece excelente.
SANTO PADRE: Podría enviarse en alemán. Si la consideramos como una simple cuestión de protocolo, podría pasar inadvertida la connotación sobre el mal estado de cosas para la Iglesia Y nuestra mayor preocupación es el bien de la Iglesia en Alemania. Para mí es la cuesrtión más importante. Quizás podría redactarse en latín y en alemán.
CARDENAL FAULHABER: Es mejor enviarla en alemán.
[Al final se decidió enviarla también en alemán. Entonces surgió el siguiente problema:]
SANTO PADRE: ¿Nos dirigimos a él con el tratamiento de “Ilustre” (Hochzuehrender) o con el de “Ilustrísimo” (Hochzuverehneder)?
CARDENALES (al unísono:) ¡"Ilustre"!
CARDENAL SCHULTE: "Ilustrísimo" sería ir demasiado lejos. No se lo merece.
CARDENAL INNITZER: ¿Habría que usar el plural para dirigirse a él?
LOS DEMÁS CARDENALES: Ése es el uso normal.
CARDENAL INNITZER: Me refiero al saludo. ¿Hay que dirigirse a él con “Sie” o con “Du”?
CARDENAL BERTRAM: Una regla del Tercer Reich permite no usar los títulos. Yo pondría “Sie”.
SANTO PADRE: Actualmente en italiano se dice “Tu” o “Voi”. Personalmente, yo diría “Lei”. Pero supongo que ahora en Alemania será diferente.
CARDENAL BERTRAM: Yo diría “Sie”. Aparte de eso, me parece bien.
SANTO PADRE: ¿De acuerdo entonces?
CARDENAL BERTRAM: No os habéis referido a él con la expresión “Dilecte Fili”. ¡Me parece muy bien! No lo hubiera apreciado. [En broma:] Le gustaría que el Padre Santo gritara: “Heil! Heil!”.
CARDENAL INNITZER: En las escuelas los sacerdotes tienen que decir “Heil Hitler!” y “Jesucristo: ¡venga a nosotros tu reino!”.
CARDENAL BERTRAM: Yo dije a los niños que “Heil Hitler!” es para el reino temporal y que “Jesucristo: ¡venga a nosotros tu reino!” es el enlace entre la Tierra y el Cielo.
[Se acordó que Hitler no apreciaría en absoluto la forma habitual de saludo “Dilecte Fili”; el texto definitivo rezaba así:]

“Al Ilustre Señor Adolf Hitler, Führer y Canciller del Reich alemán.
Ilustre Señor:
Elevados a la cátedra del Sumo Pontificado por los votos de los Padres Cardenales de la Iglesia, hemos juzgado oportuno como parte de Nuestro oficio, comunicaros la noticia de Nuestra elección.
Al comienzo de Nuestro pontificado, deseamos aseguraros que seguimos consagrados al bienestar del pueblo alemán confiado a vuestra dirección (Obsorge). Por él imploramos a Dios Todopoderoso para que le conceda la felicidad auténtica que emana de la religión.
Recordamos con sumo gusto los muchos días que pasamos en Alemania en calidad de Nuncio apostólico, época en la que hicimos todo lo que estaba dentro de nuestro poder para establecer relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado. Ahora que las responsabilidades de Nuestra función pastoral han aumentado Nuestras oportunidades, rezamos mucho más fervorosamente para conseguir ese objetivo.
Hacemos votos para que, con la ayuda de Dios, el pueblo alemán disfrute de prosperidad y progreso.
Mientras tanto, os enviamos, Ilustre y Honorable Señor, nuestros mejores augurios de bendiciones de Dios para vos y para todos los vuestros.
Fechada el día 6 de marzo de 1939 en Roma, junto a la Basílica de San Pedro, en el primer año de Nuestro pontificado”.

[Después de haber decidido la forma definitiva de su carta, el Papa dijo a los cardenales alemanes: “Así pues, nos hemos arriesgado a hacer un nuevo intento. Si quieren pelea, no nos asustaremos. Pero el mundo verá que hemos intentado todos los medios para vivir en paz con Alemania”. A ello siguió una discusión entre los cardenales sobre la posibilidad de romper relaciones si Hitler no respondía. ¿Debería llamarse al Nuncio de Berlín?]
SANTO PADRE: Sí, Pío XI estaba tan indignado por lo que estaba ocurriendo en Alemania que una vez me dijo: “¿Cómo puede la Santa Sede seguir teniendo un Nuncio allí? ¡Es algo que está reñido con nuestro honor!” El Santo Padre temía que el mundo no entendiera cómo era posible que siguiéramos manteniendo relaciones diplomáticas con un régimen que trataba a la Iglesia de aquella forma. Así que le respondí: “Santidad, ¿de qué nos serviría eso? Si mandáramos llamar al Nuncio, ¿cómo podríamos mantener contacto con los obispos alemanes?” El Santo Padre entendió y se calmó un poco. No, es mejor así. Si el Gobierno alemán tiene a bien romper relaciones, tanto mejor. Pero no daríamos prueba de demasiada inteligencia si las rompiéramos nosotros.
CARDENAL BERTRAM: Sí, no debe parecer que es la Santa Sede la que rompe.
SANTO PADRE: Algunos cardenales se han acercado a mí y me han preguntado por qué sigo concediendo audiencias al embajador alemán después de todo esto. Dicen: “¿Cómo puede tener la desfachatez de pedir una audiencia?” Y yo les respondo: “¿Qué otra cosa puedo hacer?” Debo tratarlo con modales cordiales. No hay otro camino. Romper relaciones es fácil. Pero, ¡sólo Dios sabe las concesiones que tendríamos que hacer para volver a entablarlas! Podéis estar seguros de que el régimen no las reanudaría sin concesiones por nuestra parte.
[a conferencia concluyó con unas palabras sobre el efecto “beneficioso” de la persecución en Alemania.]
CARDENAL SCHULTE: El interés general por los asuntos de la Iglesia es mucho más vivo que antes.
SANTO PADRE: Ése es el efecto de la persecución.
CARDENAL SCHULTE: Las iglesias están llenas a rebosar.
CARDENAL INNITZER: Lo mismo ocurre en Austria.
SANTO PADRE: En ese caso, no hemos de perder las esperanzas.
CARDENAL BERTRAM: Es una gran misión infundir ánimo a los sacerdotes: Christus vincit! Con frecuencia digo a los sacerdotes: “Los tiempos en que vivimos no son los peores. Los peores son los de la indiferencia” (Glaubensgleichgultigkeit).

2 de marzo de 2009

Habemus Papam! A 70 años de la elección de Pío XII (2)


El día siguiente, 2 de marzo, Eugenio Pacelli cumplía 63 años. A las 9 de la mañana estaba previsto que, al sonido de la campana, se reunieran los cardenales para la primera votación. La Capilla Sixtina, que es donde se tenían que llevar a cabo todo el proceso electoral, había sido preparada para la ocasión. A todo lo largo de sus paredes laterales y de la cancela del presbiterio se alineaban 62 sitiales, sobre cada uno de los cuales se alzaba un baldaquín o dosel en señal de la soberanía que residía en los cardenales durante la sede vacante. Hasta el cónclave de 1903 los doseles de los cardenales creados por el papa difunto (considerados sus deudos) eran de color violáceo (en señal de luto) y los demás de color verde. A partir del cónclave de 1914, todos fueron de color violáceo. Delante de los sitiales había sendas mesitas cubiertas con damasco y provistas de todos los útiles de escritorio necesarios para que los electores pudieran emitir su voto. Los cardenales se presentaron revestidos todavía de duelo, con muceta violeta y roquete sin encaje. Asistieron a la misa rezada que celebraba el cardenal Granito para brindar la posibilidad de comulgar a sus colegas que, por cualquier motivo, no hubieran podido ofrecer el santo sacrificio.

Terminada la misa y cerradas las puertas de la Capilla Sixtina quedando en ella sólo a los electores, el cardenal sacrista dio comienzo al ante-escrutinio, recitando el Veni Creator, seguido de la lectura de las actas oficiales de la clausura del cónclave hecha por el prefecto de las ceremonias, monseñor Respighi. A continuación se designaron por sorteo a los tres escrutadores, a los tres revisores y a los tres “enfermeros”. Estos últimos no eran sino los cardenales encargados de ir a recoger los votos de los electores que se hallaban impedidos en sus celdas por enfermedad, como era el caso, en este cónclave, del cardenal Marchetti-Selvaggiani. Los ceremonieros procedieron a repartir las papeletas impresas del voto en número de dos o tres por cada príncipe de la Iglesia. Cada una llevaba en la parte superior las palabras “Ego” y “Cardinalis” (Yo, el Cardenal…) y un espacio para que el votante escribiera su nombre. En la parte central se leía: “Eligo in Summum Pontificem Rev.mum D.num D. Card.” (Elijo como Papa al Reverendísimo Señor Cardenal…) y seguía otro espacio para escribir el nombre de aquel por quien se votaba. La parte inferior de la papeleta se hallaba en blanco para que el elector pudiera poner allí una cifra y un lema cualquiera, a efectos de poder identificar su voto y evitar así falsificaciones.

Los cardenales fueros a sus sitiales y procedieron a rellenar sus papeletas respectivas. A la hora de escribir el nombre del elegido, debían distorsionar lo más posible su letra para evitar que se supiera quién había votado por quién. Las papeletas debían plegarse de manera que quedara visible sólo el nombre del votado: la parte superior con el nombre del elector y la parte inferior con su cifra y lema se doblaban hacia el centro sellando los bordes con lacre, a cuyo efecto cada cardenal se había premunido de un sello distinto del que utilizaba habitualmente para despachar sus documentos (siempre con el fin de preservar el secreto). Finalmente se cerraban y comenzaba la etapa del escrutinio. Cada elector iba hacia el altar con su papeleta cogida entre el pulgar y el índice y llevada con la mano en alto para que todos pudieran verla. Una vez delante el fresco del Juicio de Miguel Ángel, juraba en latín hacia el crucifijo: “Testor Christum Dominum, qui me iudicaturus est, me eligere quem secundum Deum iudico eligi debere” (Pongo por testigo a Cristo, que me ha de juzgar, que elijo a aquel a quien, de acuerdo con Dios, creo que debe ser elegido”. Sobre el altar había un gran cáliz y una patena. Uno a uno, después de jurar, los cardenales fueron depositando en el cáliz sus papeletas valiéndose de la patena. Al terminar el desfile de los votantes presentes fue el turno de los enfermeros, que traían en un cofrecillo de madera cerrado con llave el voto del cardenal Marchetti-Selvaggiani, que es también deslizado en el cáliz.

A las 11 de la mañana comenzó el recuento de los votos. El primer escrutador agitó el cáliz para mezclar las papeletas. El tercer escrutador las fue sacando de él una a una, contándolas, y las metió en otro cáliz vacío. Se comprobó que había 62, correspondientes exactamente al número de votantes. Se procedió entonces a la publicación del escrutinio. El primer escrutador cogió la primera papeleta y la abrió, sin romper los sellos, para ver el nombre del elegido. Sin decir nada, la pasó al segundo escrutador, que vio asimismo el nombre escrito en ella y la consignó al tercer escrutador, el cual la leyó en voz alta. Los nombres que iban saliendo fueron anotados por los revisores, así como las veces que se repetían. En seguida se vio que el del cardenal Pacelli era el más votado, aunque no llegaba a la mayoría requerida para la elección. A cada voto recibido el rostro del camarlengo palidecía: ni se esperaba ni ambicionaba la suprema dignidad papal. Por él habían votado todos los cardenales extranjeros en número de 27 (era natural: gracias a sus viajes, Pacelli les era conocido y varios de entre ellos sentían gratitud hacia él por haber sido creados durante los diez años que fue secretario de Estado de Pío XI) y diez de los 35 italianos (entre ellos eran seguros los votos de Marchetti-Selvaggiani, Canali, Salotti, Pizzardo, Tedeschini y Maglione, buenos amigos suyos). Después de que el tercer escrutador ensartara los votos mediante una aguja en un hilo por la palabra “Eligo”, se procedió inmediatamente a un segundo escrutinio, para el cual no era necesario volver a sortear a nuevos escrutadores, revisores y enfermeros ni repetir el juramento antes de votar.

Esta vez el nombre de Eugenio Pacelli se repitió tantas veces cuantas eran las necesarias para alcanzar los dos tercios de los votos, con lo que la elección era cosa hecha. Los italianos que durante el primer escrutinio patrocinaban otras candidaturas, al ver la clara voluntad de sus colegas extranjeros, no quisieron arriesgarse a una división y sus consiguientes pugnas en el seno del cónclave, lo que podía ser peligroso y dañino para la Iglesia en los tiempos que corrían. Por eso decidieron orientar sus votos –aunque no todos– al camarlengo. Sin embargo, antes de que hubiera tiempo para la pregunta ritual de aceptación al elegido, Pacelli rogó a los cardenales instantemente que procedieran a un tercer escrutinio por la tarde. Se hallaba verdaderamente sobrecogido ante ya no la posibilidad sino la seguridad de convertirse en papa. En el escrutinio anterior había confiado en que su candidatura hubiera tocado techo y se fuera diluyendo en las sucesivas votaciones, pero en el segundo comprobó que no sólo no era así, sino que la voluntad del Sacro Colegio era que ciñera la tiara. Pero, ¿era la voluntad de Dios? No cabía oponerse a esta última, pero si realmente el Señor lo llamaba o no el tercer escrutinio lo sacaría de dudas. Así pues, los ceremonieros pontificios recogieron las papeletas de los dos escrutinios, que habían sido ensartadas, y las quemaron en la estufa comunicada con la chimenea que sobresalía por el tejado de la Capilla Sixtina. El humo que desprendió a las 12:17 del mediodía, con el límpido azul del cielo romano como fondo, era negro por haber mezclado paja húmeda en el fuego.

A la hora de la comida, Pacelli no probó bocado por la conmoción que lo embargaba y que parece haber sido causa de un accidente que sufrió más tarde. Hallándose hacia las 4 en el Aula de los Paramentos, se aprestaba a pasar a la Sala Ducal, cuando le habló el Cardenal O’Connell, que se hallaba a sus espaldas. Al volverse para responderle, no reparó en las cuatro gradas que separan un ambiente del otro y tropezó, cayendo pesadamente de lado sobre su brazo izquierdo. Para alguien que, como él, estaba acostumbrado a circular por el Palacio Apostólico después de años de habitar en él, resultaba sorprendente este despiste, lo que indica que no se hallaba en un estado normal de mente y ánimo. Se cuenta que, acertando a pasar por allí en ese mismo momento el cardenal francés Verdier, exclamó: “Pero, ¿cómo? ¡El Vicario de Cristo en el suelo!”. Se ve que la elección de Pacelli se daba por hecha… y se hizo. Poco después del episodio del tropiezo, se reinició el ceremonial para el tercer escrutinio. Los votos fueron poco a poco convergiendo sobre el que había sido ya virtual papa en el segundo. Esta vez no podía caber ya duda alguna sobre lo que Dios quería para su Iglesia. La mayoría requerida por la constitución de san Pío X había sido rebasada, lo que hizo murmurar al neo-electo las palabras con las que comienza el Miserere. Se dijo que hubo unanimidad de los votos, pero el cardenal Tisserant lo negó años después. Por lo menos sabemos que el voto de Pacelli fue siempre para el cardenal Elia Dalla Costa, arzobispo de Florencia. A las 5:27 de aquella tarde del 2 de marzo de hace setenta años, salía la ansiada fumata blanca lanzaba sus volutas hacia cielo en medio del júbilo de una muchedumbre que esperaba ansiosa en la Plaza de San Pedro.

Entretanto, el cardenal Mercati, último del orden de los diáconos, se apresuró a llamar al secretario del cónclave y a monseñor Respighi, que hicieron abrir la puerta de la Sixtina. El prefecto de las Ceremonias, acto seguido, viendo sobre quién había recaído la elección por el verdadero tumulto que lo rodeaba, hizo abatir todos los doseles de los sitiales menos el de Pacelli, significando así que la soberanía en la Iglesia volvía a recaer sobre un papa. Los tres cardenales cabezas de orden se dirigieron entonces al sitial donde estaba Eugenio Pacelli para hacerle la pregunta de rigor, que le dirigió el primero de ellos, Granito: “Acceptasne electionem de Te canonice factam in Summum Pontificem?” (¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?). Esta vez no hubo ya titubeos, pero la voz del interpelado aún reflejaba embargo: “Vuestro voto es evidentemente la expresión de la voluntad de Dios; acepto. Encomiendo mi debilidad a vuestras plegarias”. Desde este mismo instante, Eugenio Pacelli se convertía en Vicario de Cristo, un nuevo eslabón de la cadena que se remontaba a Pedro de Galilea, a quien el Señor había hecho pescador de hombres y otorgado el poder de las llaves. Antiguamente debía esperarse a la coronación para considerar que alguien era papa. Más tarde se consideró que la aceptación basta y que cualquier acto del neo-electo en cuanto Romano Pontífice es válido aunque no haya sido todavía coronado (hoy se diría, aunque no haya “iniciado su ministerio petrino”).

La segunda pregunta que el cardenal decano hizo al flamante papa fue: “Quo nomine vis vocari?” (¿Con qué nombre quieres ser llamado?). “Pío” contestó Pacelli. Había pensado en no cambiar su nombre de pila y llamarse Eugenio V (cosa que no sucedía desde 1555, cuando Marcello Cervini decidió ser Marcelo II). Pero pudo más la grata consideración de los papas que habían marcado su existencia: bajo el beato Pío IX había nacido, san Pío X lo había llamado a la Curia Romana y Pío XI lo había favorecido y amado como un padre. Así pues, se convirtió en Pío XII, de lo cual dejó puntual constancia el prefecto de las Ceremonias en el acta que levantó del acto de aceptación. Dos cardenales diáconos condujeron entonces al nuevo papa a la sacristía de la Sixtina para que se revistiera con una de las tres blancas sotanas de diferente talla preparadas para el nuevo pontífice. No hubo dificultad en escoger la que mejor iba a la alta y estilizada figura de Pacelli. Junto a la silla gestatoria, que también se hallaba en la sacristía, se despojó de su hábito cardenalicio para revestirse con los pontificios. Aquélla fue llevada al pie del altar de la Sixtina y colocada sobre la predela, donde recibió Pío XII la primera adoratio de los padres cardenales, que se fueron acercando uno a uno, por su orden jerárquico, arrodillándose con el objeto de besar el pie, la rodilla y la mano del Papa, quien tuvo la delicadeza de dispensar de este homenaje a los cardenales Granito y Sbarreti, con 86 y 82 años respectivamente, a los que costaba doblar la rodilla. El primero de ellos deslizó en el fino dedo del Santo Padre el Anillo del Pescador.

Expectación y entusiasmo


Desde la Capilla Sixtina fue seguidamente llevado rumbo al balcón externo de la Basílica de San Pedro, llamado en italiano Loggia delle Benedizioni. Allí fue desplegado el gran tapiz con el escudo de Pío IX, lo que indicó a los fieles que aguardaban congregados en la plaza, que iba a hacerse el anuncio de la elección del nuevo papa. Compareció el cardenal protodiácono Caccia-Dominioni, el cual hizo señal de que amainaran los clamores de entusiasmo de la concurrencia y pronunció con vos potente las palabras rituales: “Nuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam! Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum Dominum Eugenium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Pacelli, qui sibi nomen imposuit Pium” (Os anuncio un gran gozo: ¡tenemos Papa! El Eminentísimo y Reverendísimo Señor Cardenal de la Iglesia Romana Eugenio Pacelli, que ha tomado el nombre de Pío). Ya al nombre de Eugenio, la multitud había prorrumpido en un gran estallido de euforia, pues adivinaron que se trataba de uno de los suyos: Pacelli, un romano di Roma (desde Benedicto XIII, un Orsini, ningún hijo de la Ciudad Eterna se había sentado en el trono de Pedro). Nadie se detuvo a pensar que había otro Eugenio en el Sacro Colegio: el formidable cardenal lorenés Tisserant. Una voz a través de los altoparlantes impone silencio y se refiere a la feliz coincidencia de la elección del Papa el mismo día de su cumpleaños. Después entona el Tedeum, que todos continúan mientras se aproxima el cortejo papal.

Pío XII se asomó al balcón entre indescriptibles aclamaciones y dio su primera bendición Urbi et orbi. Ya entonces imprimió el estilo de sus apariciones en público, trazando pausadamente con elegancia y unción el triple signo de la cruz. Tras de lo cual y entre los aplausos interminables de sus ovejas se retiró para volver a la Capilla Sixtina, donde, revestido esta vez de los ornamentos papales (mitra alta, falda y gran pluvial) y vuelto a sentar sobre la silla gestatoria, recibió la segunda adoratio de los cardenales. El decano pronunció la oración Super Pontificem electum y Pío XII dio orden de abrir el cónclave. Las puertas que bloqueaban los accesos al recinto de la clausura de los electores fueron abiertas por el gobernador del cónclave y el mariscal-custodio. Salieron entonces los conclavistas y más tarde los prelados y cardenales a medida que iban cumplimentando al Papa, que, terminadas las ceremonias exigidas por el protocolo pontificio, se dirigió a sus apartamentos en la Secretaría de Estado. Allí le esperaba una densa compañía de visitantes que deseaban felicitarle por la elección, aprovechando estos primeros y breves momentos de informalidad antes de que la etiqueta de la Corte Pontificia se impusiera con su inexorable disciplina bajo el estricto control de los monseñores Respighi y Arborio Mella di Sant’Elia.

Puede imaginarse el júbilo de la buena de sor Pascualina por la elección de su querido cardenal. Ahora que era el Papa, probablemente querría retenerla en Roma, como así fue. Para Pío XII, encontrar esta cara familiar y amiga en medio de los nuevos cortesanos que le rodeaban sería reconfortante. Una vez se hubo disipado el panorama, se aprestó para el merecido descanso nocturno después de consumir una frugal cena preparada amorosa y devotamente por su gobernanta. Bien sabe Dios que necesitaba este reposo después de semanas de trajín al frente del gobierno interino de la Iglesia y de una jornada vertiginosa y llena de grandes emociones como había sido la que estaba a punto de terminar. A partir de la mañana siguiente y sin un paréntesis de calma que le ayudara a digerir el rotundo cambio de situación, le esperaba trabajo y más trabajo. Por supuesto a esto estaba acostumbrado, sólo que ahora sus responsabilidades tenían alcance universal.



Tu es Petrus!

1 de marzo de 2009

Habemus Papam! A 70 años de la elección de Pío XII (1)


El cónclave para elegir sucesor al papa Pío XI (fallecido el 10 de febrero de 1939) se clausuró un día como hoy de hace setenta años, es decir el 1º de marzo de 1939. Eran tiempos especialmente difíciles, en los que la escalada bélica en Europa era cada vez más amenazadora. En realidad, se estaban cosechando los frutos de los errores sembrados en Versalles veinte años atrás, cuando los estadistas y políticos occidentales, haciendo caso omiso a los llamados a la moderación de Benedicto XV, liquidaron la Gran Guerra mediante una paz implacable y onerosa para los vencidos, creando así las condiciones para que volvieran a germinar el resentimiento, el odio y el afán de revancha. La crisis de 1929 y la depresión consiguiente habían generado un gran descontento y acabado por desacreditar al sistema liberal imperante, favoreciendo la ascensión al poder de regímenes autoritarios, que se presentaban como una alternativa a la amenaza del bolchevismo.

La década de los años treinta vio cómo los distintos totalitarismos pugnaban por avanzar en Europa. España era el escenario más trágico de esta lucha desde 1936 cuando quedó dividida en dos bandos apoyados respectivamente por Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini y por la URSS de Stalin. Las democracias occidentales se limitaban al papel oficial de espectadoras, aunque se hallaban seriamente preocupadas de que el precario equilibrio internacional se rompiera debido a la política agresiva germana. Ello las había llevado a practicar una política de apaciguamiento, que tuvo su punto culminante en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, en la que el Reino Unido y Francia cohonestaron el expansionismo del nazismo (que se había anexionado Austria mediante el Anschlüss en marzo y se apoderaría de los Sudetes en octubre, disolviendo así Checoeslovaquia). Por otro lado, la URSS ya apuntaba hacia Finlandia y las Repúblicas Bálticas, así como a la difusión del comunismo en Europa a través de los Balcanes.

En el aspecto religioso, la situación no era tampoco muy halagüeña. Por un lado, era de temer el avance del comunismo, que había dado pruebas de su carácter antirreligioso en Rusia (donde había casi aniquilado a la Iglesia Ortodoxa) y en España (país en el que había organizado la persecución religiosa sistemática más cruenta de los tiempos modernos). Por otro lado, los gobiernos de Italia y Alemania no ocultaban su hostilidad hacia la Iglesia Católica, a cuyo clero y organizaciones –considerados como un estorbo para el adoctrinamiento de la juventud– hostigaban crecientemente en contravención de los concordatos firmados con la Santa Sede (cierto es, sin embargo, que sin éstos la condición de los católicos hubiera sido mucho peor). El panorama era, pues, más que preocupante cuando expiró Pío XI.

El cardenal Eugenio Pacelli, que había sido secretario de Estado del difunto papa, era también camarlengo de la Santa Iglesia Romana, cargo que otorga a su titular el poder de administrar los bienes temporales de la Santa Sede (dependientes antiguamente de la Cámara Apostólica) y el de presidir el gobierno interino de la Iglesia –que reside en el Sacro Colegio– durante la sede vacante. También le compete la certificación de la muerte del Papa y el sellado de todos sus aposentos. Contrariamente a lo que se suele creer, el cardenal Pacelli no observó la costumbre de golpear suavemente tres veces con un martillito de plata la sien del cadáver de Pío XI llamándolo por su nombre de pila, la cual había caído en desuso desde la época del cardenal Oreglia di Santo Stefano, que la omitió en 1903, cuando hubo de verificar el óbito de León XIII. Pacelli se limitó a hacer constar notarialmente que su amado mentor había realmente fallecido y retiró de su dedo el Anulus Piscatoris para su destrucción, de modo que no fuera posible falsificar bulas ni otros documentos pontificios. También tocó al camarlengo, en su condición de arcipreste de la Basílica Vaticana, la preparación del Palacio Apostólico para albergar el cónclave, que implicaba por entonces un estricto aislamiento de los electores. Debían acondicionarse 62 celdas para éstos, dividiendo los ambientes disponibles mediante tabiques y aprovechando al máximo el espacio. Los sampietrini tenían por entonces mucho trabajo que desquitar en poco tiempo, efectuando obras de mampostería, carpintería y cerrajería, además de total encalado de las ventanas para quitar toda visibilidad tanto desde dentro hacia fuera recinto como viceversa.

Pío XI, como se sabe, había preparado concienzudamente a su cardenal secretario de Estado para sucederle y así lo dio a entender en alguna ocasión a sus circunstantes, especialmente si eran cardenales (es decir, futuros votantes). Sin embargo, en los pasillos de los palacios vaticanos más bien se descartaba la elección de Pacelli. De acuerdo con el testimonio de Nazareno Padellaro (autor de una excelente biografía de Pío XII que seguimos para estas líneas), en L’Osservatore Romano nadie la creía posible, en el convencimiento de que una vez más se iba a cumplir la regla no escrita que barraba el paso del trono papal al secretario de estado del reinado anterior. El mismo interesado parecía estar seguro de que no saldría elegido: había indicado a sor Pascualina, su fiel gobernanta, que preparara su equipaje para una estancia más o menos larga en la casa de reposo Stella Maris de Rorschach (que pertenecía a la congregación de la monja: la de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen). Además, había puesto su despacho de la Secretaría de Estado listo para que lo ocupara su sucesor. La misma mañana de la clausura del cónclave, los oficiales y todo el personal de las tres secciones de aquélla quisieron fotografiarse con su antiguo jefe como despedida.

Las legislaciones aplicables al acontecimiento que estaba por desarrollarse eran dos: la constitución apostólica Vacante Sede Apostolica dada por san Pío X el 25 de diciembre de 1904 y el motu proprio Cum proxime dado por Pío XI el 1º de marzo de 1922. Hasta el siglo XX los cónclaves se habían regido por la bula fundamental Ubi periculum de 7 de julio de 1274, que Gregorio X había sancionado en medio del Segundo Concilio Ecuménico de Lyon. Los pontífices sucesivos habían hecho retoques, los más importantes de los cuales fueron los establecidos por Pío IV mediante la constitución apostólica In eligendis de 9 de octubre de 1562 y por Gregorio XV mediante la constitución apostólica Aeterni Patris de 15 de noviembre de 1621.

San Pío X vio la necesidad de una reorganización completa del vetusto mecanismo de la elección papal para adaptarla a la marcha de los tiempos. Ya a poco de ser elegido había abolido el abusivo “derecho de exclusive” que reivindicaban las potencias europeas católicas –y habían ejercido en varias ocasiones– para impedir que un candidato no grato a alguna de ellas se convirtiera en papa. Los puntos principales de la constitución Vacante Sede Apostolica eran: que la elección del Romano Pontífice correspondía a los cardenales de la Santa Iglesia Romana y sólo a ellos (aunque la Iglesia se hallara en concilio ecuménico, que quedaba suspendido automáticamente por la muerte del Papa); que todas las penas y censuras eclesiásticas (incluida la excomunión) a las que estuviera sujeto un cardenal cesaban a los solos efectos del cónclave para que éste pudiera votar; que los cardenales tenían un plazo de diez días para reunirse en cónclave después de la muerte del Papa; que quedaría elegido el cardenal que obtuviera las dos terceras partes de los votos.

Cuando Achille Ratti se convirtió en Pío XI en 1922, a tres cardenales del otro lado del Atlántico no les dio tiempo de llegar al cónclave: O’Connell de Boston, Dougherty de Filadelfia y Bégin de Québec. Éstos manifestaron al flamante Papa que estaban encantados de que hubiera resultado elegido, pero que les habría gustado participar en la votación. Fue entonces cuando Pío XI, mediante el citado motu proprio Cum proxime, decidió alargar el plazo de reunión del cónclave a quince días –en lugar de diez– después de la muerte del Sumo Pontífice, pudiendo el Sacro Colegio extenderlo tres más dieciocho si así lo consideraba necesario. Esta facultad fue usada ya a la muerte del papa Ratti, ocurrida el 10 de febrero de 1939, pues los cardenales se encerraron el 1º de marzo siguiente, o sea dieciocho días después.

A las 4 de la tarde del miércoles 1º de marzo sonó la campana que convocaba a los cardenales a entrar en cónclave. Los 62 electores se fueron reuniendo en la Sala de los Paramentos. Vestían hábito de coro de color violáceo y fajín de seda sin flecos ni borlas en señal del luto que aún tenían que llevar por Pío XI. En dirección de la Capilla Paulina, atravesaron sucesivamente la Sala Ducal (donde les esperaban la Guardia Palatina de honor y los Gendarmes Pontificios) y la Sala Regia (en la que se añadió al cortejo la Guardia Noble). En la segunda de ellas un público formado por el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, la nobleza y el patriciado romanos y periodistas presenciaba el paso de los senadores de la Roma papal, sucesores de los de la Roma de la Antigüedad. Al llegar a la capilla decorada con historias de san Pedro y san Pablo por Miguel Ángel, la procesión se detuvo para una breve oración, acabada la cual enfiló hacia la Sixtina. A la entrada de ésta, el cardenal Granito Pignatelli di Belmonte, decano del Sacro Colegio, entonó el Veni Creator continuado por el coro dirigido por el maestro Lorenzo Perosi mientras los purpurados, por orden de precedencia (primero los cardenales-obispos, después los cardenales-presbíteros y en fin los cardenales-diáconos) iban entrando en el recinto de la capilla (Pacelli era el vigésimo cuarto).

Una vez todos los príncipes de la Iglesia se hallaban dentro de la Capilla Sixtina y acabado el himno al Espíritu Santo, monseñor Carlo Respighi, prefecto de las ceremonias pontificias, hizo su aparición para la primera intimación a los extraños al cónclave a fin de que abandonaran el recinto: resonó entonces el potente “Extra omnes!”. Las puertas de la capilla se cerraron, quedando dos guardias suizos apostados delante de ellas, mientras se leía el texto de la constitución de san Pío X y el motu proprio de Pío XI, seguidos del juramento de guardar absoluto secreto que cada cardenal ratificó poniendo la mano sobre los Evangelios. Mientras tanto, habiéndose avado también desde la Sala de los Paramentos y escoltado por un destacamento de la Guardia Suiza y palafreneros con antorchas, hizo su aparición monseñor Antonio Arborio Mella di Sant’Elia, el maestro de cámara pontificio, que se iba a desempeñar como gobernador del cónclave. A las 5 y media hizo su aparición el príncipe Ludovico Chigi della Rovere, que ostentaba el cargo hereditario de mariscal de la Santa Iglesia y custodio del cónclave. Iba también escoltado por la Guardia Suiza y también por pajes con su librea portando antorchas.

Las puertas de la Sixtina se reabrieron y cada uno de los cardenales, respondiendo a su nombre pronunciado por el prefecto de las ceremonias, fue saliendo en dirección a la celda que le había sido asignada, yendo acompañado por un guardia noble. Contemporáneamente, el cardenal decano ordenó el desalojo de los invitados que permanecían en la Sala Regia al sonido de una campanilla y de la exclamación conminatoria que ya se había escuchado antes: “Extra omnes!”. La concurrencia abandonó el Palacio Apostólico saliendo por el Patio de San Dámaso. Cuando todos los cardenales estuvieron ya en sus celdas se llevaron a cabo las últimas verificaciones antes de proceder a la clausura del cónclave. El camarlengo Pacelli, acompañado de los tres jefes de orden (Granito por los cardenales-obispos, O’Connell por los cardenales-presbíteros y Caccia-Dominioni por los cardenales-diáconos) y de un arquitecto, fue inspeccionando todos los rincones necesarios para asegurarse que no quedaba ningún extraño dentro del recinto. Concluídas las verificaciones, se ordenó cerrar las puertas, siendo consignadas las llaves al secretario del cónclave.

Entretanto, el mariscal-custodio había sido advertido por uno de los ceremonieros y se hallaba ante la puerta principal acompañado por el gobernador del cónclave, el gobernador de la Ciudad del Vaticano, los prelados de la Cámara Apostólica, notarios, testigos, capitanes de la guardia especial para la ocasión y miembros de la Guardia Suiza. Este grupo se unió al del camarlengo para proceder a la oclusión de los accesos al cónclave: primero el del arco que separa la Torre Borgia del Patio del Papagayo; después, el de la Escalera de Pío IX. Los albañiles lo cierran mediante un doble tabique de madera. Comprobadas las cerraduras de las puertas internas y externas, así como de los pequeños tornos practicados en ellas (única comunicación con el mundo exterior para casos de emergencia), se levanta acta notarial y se hace la tercera y última intimación mediante el “Extra omnes!”. El príncipe Chigi puso sus sellos sobre las puertas externas y recibió sus llaves, mientras el gobernador hizo lo propio con las puertas internas. A las 7 y cuarto, ya atardecido, los cardenales quedaban completamente segregados del resto de los hombres para dedicarse a la tarea más importante que deberán absolver en su vida: la de elegir al nuevo Vicario de Cristo.

Eugenio Pacelli se retiró entonces a su apartamento, que era el mismo que había ocupado como secretario de Estado, por lo que no le había sido asignada celda. Los cardenales tenían en ese tiempo cada uno sus asistentes personales llamados “conclavistas”, sujetos a la misma obligación de secreto que sus señores. Lo que constituía una novedad sin precedentes es que Pacelli quiso conservar junto a sí a su gobernanta, de modo que sor Pascualina fue la primera mujer que estuvo presente en un cónclave (nunca hasta ahora ha vuelto a repetirse la experiencia). El cardenal camarlengo no sabía prescindir de los servicios de la religiosa que sabía mejor que nadie cuidar su delicada salud y se hizo una excepción. Después de una frugal cena, parece que Pacelli acudió a visitar a su amigo el cardenal Marchetti-Selvaggiani, que se hallaba enfermo en cama dentro del cónclave. El encuentro habría sido especialmente cordial y el vicario de Roma le habría predicho por primera vez su elección, lo que le causó cierta turbación. Después de satisfacer el deber de la amistad y la caridad se retiró para el merecido descanso nocturno. Necesitaba reponerse de una jornada especialmente intensa y extenuante y reunir fuerzas para el día siguiente, que traería sus nuevos e decisivos afanes.





Cardenales que entraron en cónclave el 1º de marzo de 1939


1. Gennaro Granito Pignatelli di Belmonte, obispo de Ostia y Albano, decano del Sacro Colegio de Cardenales.
2. Donato Raffaele Sbarretti Tazza, obispo de Sabina y Poggio Mirteto, secretario de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio.
3. Tommaso Pio Boggiani, O.P., obispo de Porto y Santa Rufina, canciller de la Santa Iglesia Romana.
4. Enrico Gasparri, obispo de Velletri, prefecto del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica.
5. Francesco Marchetti-Selvaggiani, obispo de Frascati, vicario general de Su Santidad para la ciudad de Roma y su distrito.
6. Angelo Maria Dolci, obispo de Palestrina.
7. William Henry O'Connell, arzobispo de Boston (Estados Unidos de Norteamérica).
8. Alessio Ascalesi, C.PP.S., arzobispo de Nápoles (Italia).
9. Adolf Bertram, arzobispo de Breslau (Alemania).
10. Michael von Faulhaber, arzobispo de Münich y Frisinga (Alemania).
11. Denis Dougherty, arzobispo de Filadelgia (Estados Unidos de Norteamérica).
12. Francisco de Asís Vidal y Barraquer, arzobispo de Tarragona (España)
13. Karl Joseph Schulte, arzobispo de Colonia (Alemania)
14. Giovanni Battista Nasalli Rocca di Corneliano, arzobispo de Bolonia (Italia)
15. George William Mundelein, arzobispo de Chicago ((Estados Unidos de Norteamérica).
16. Alessandro Verde, cardenal de curia.
17. Lorenzo Lauri, gran penitenciario.
18. Jozef-Ernest van Roey, arzobispo de Malinas (Bélgica).
19. August Hlond, S.D.B., arzobispo de Gniezno y Posnania (Polonia)
20. Pedro Segura y Sáenz, arzobispo de Sevilla (España)
21. Jusztinian Györg Serédi, O.S.B., arzobispo de Esztergom y príncipe primado de Hungría.
22. Alfredo Ildefonso Schuster, O.S.B., arzobispo de Milán (Italia)
23. Manuel Gonçalves Cerejeira, patriarca de Lisboa (Portugal).
24. Eugenio Pacelli, secretario de Estado de Su Santidad, prefecto de la Sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y camarlengo de la Santa Iglesia Romana.
25. Luigi Lavitrano, arzobispo de Palermo (Italia)
26. Joseph Mac Rory, arzobispo de Armagh (Irlanda).
27. Jean Verdier, P.S.S., arzobispo de París (Francia).
28. Sebastião Leme da Silveira Cintra, arzobispo de Río de Janeiro (Brasil).
29. Raffaele Carlo Rossi, O.C.D., secretario de la Sagrada Congregación Consistorial.
30. Achille Liènart, obispo de Lila (Francia).
31. Pietro Fumasoni Biondi, prefecto de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe (Propaganda fide).
32. Federico Tedeschini, datario de Su Santidad.
33. Maurilio Fossati, O.Ss.C.G.N., arzobispo de Turín (Italia)
34. Carlo Salotti, prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos.
35. Jean-Marie-Rodrigue Villeneuve, O.M.I., arzobispo de Québec (Canadá).
36. Elia dalla Costa, arzobispo de Florencia (Italia).
37. Theodor Innitzer, arzobispo de Viena (Austria).
38. Ignace-Gabriel I Tappouni, patriarca de Antioquía de los Sirios.
39. Enrico Sibilia, cardenal de curia.
40. Francesco Marmaggi, cardinal de curia.
41. Luigi Maglione, prefecto de la Sagrada Congregación del Concilio.
42. Carlo Cremonesi, cardenal de curia.
43. Henri-Marie-Alfred Baudrillart, Orat.,
44. Emmanuel-Celestin Suhard, arzobispo de Reims (Francia).
45. Karel Kašpar, arzobispo de Praga (Checoeslovaquia).
46. Santiago Luis Copello, arzobispo de Buenos Aires (Argentina).
47. Isidro Gomá Tomás, arzobispo de Toledo y primado de España.
48. Pietro Boetto, S.J., arzobispo de Génova (Italia).
49. Eugene Tisserant, prefecto de la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental.
50. Adeodato Giovanni Piazza, O.C.D., patriarca de Venecia (Italia).
51. Ermenegildo Pellegrinetti, cardenal de curia.
52. Arthur Hinsley, arzobispo de Westminster (Inglaterra).
53. Giuseppe Pizzardo, cardenal de curia.
54. Pierre-Marie Gerlier, arzobispo de Lyon y primado de las Galias (Francia).
55. Camillo Caccia-Dominioni, cardenal protodiácono.
56. Nicola Canali, cardenal de curia.
57. Domenico Jorio, prefecto de la Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos.
58. Vincenzo La Puma, prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos.
59. Federico Cattani Amadori, cardenal de curia.
60. Massimo Massimi, president de la Pontificia Comisión para la codificación del Derecho Canónico de la Iglesia Oriental.
61. Domenico Mariani, president de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede.
62. Giovanni Mercati, bibliotecario y archivista de la Santa Iglesia Romana